jueves, 25 de junio de 2015

¿Podría haber muerto ya la física?


Ayer leí el siguiente artículo en la famosa revista ScientificAmerican titulado: "Does a Multiverse Fermi Paradox Disprove the Multiverse?"

El contenido del artículo es sin duda interesante, pero más interesante me parece el modo en que ejemplifica cómo desde la física se hace hoy día ya más filosofía que otra cosa.

Lo que propone el trabajo es algo muy sencillo de entender: Si la propuesta "física" del multiverso es real, y si en teoría existen una infinidad de multiversos posibles (para apoyar el principio antrópico); ¿por qué no vemos señales alguna de esos otros infinitos universos (el artículo se centra en señales de vida inteligente, pero en realidad se puede generalizar a cualquier tipo de prueba empírica de la existencia del multiverso)?

La solución a la paradoja de Fermi en este sentido, normalmente se va a centrar en afirmar que sí que existe el multiverso, pero que estos universos paralelos son total y absolutamente independientes unos de otros, por lo que no puede haber relación empírica alguna entre ellos. Pues bien, este argumento es filosófico y no científico. Sin experimentación posible de por medio, el paso de hipótesis a teoría no se puede respaldar y el método científico se viene abajo.

En realidad, no hay soporte experimental para ninguna de las grandes ideas de la física de las últimas décadas por lo que yo me pregunto:

¿Podría ser que el método científico no diese ya más de sí a causa de que se haya alcanzado algún tipo de limitación empírica práctica (o teórica)? ¿Podría ocurrir que una limitación de este tipo sea tal que imposibilite ya hoy día la justificación experimental del paso de hipótesis a teoría en las nuevas propuestas en física? ¿Podría haber muerto ya la física sin habernos dado aún cuenta?

De hecho, no es ningún secreto que desde la década de los 80 no se produce ningún avance teórico destacado y revolucionario que haya sido contrastado experimentalmente: es decir; llevamos 35 años sin ninguna nueva teoría con base empírica tras ella (sin duda hay muchas hipótesis de todos los colores, pero nada contrastado, todo parece filosofía disfrazada de ciencia con mucha matemática de por medio). ¿Qué opináis vosotros?

sábado, 20 de junio de 2015

David Hume y la demarcación del conocimiento

«No tenemos otra noción de causa y efecto, excepto que ciertos objetos siempre han coincidido, y que en sus apariciones pasadas se han mostrado inseparables. No podemos penetrar en la razón de la conjunción. Sólo observamos la cosa en sí misma, y siempre se da que la constante conjunción de los objetos adquiere la unión en la imaginación» (Hume, 1740: 93)

Introducción.

David Hume (Edimburgo, 7 de mayo de 1711 – ibídem, 25 de agosto de 1776) es sin duda la figura más importante de la filosofía occidental. Tanto es así, que bien puede decirse, aunque suene pretencioso, que poco más ha avanzado en filosofía desde su obra. Trabajó sobre todos los problemas filosóficos tradicionales, y; lo más importante, delimitó perfectamente la capacidad de conocimiento del hombre. Así pues, a pesar de que su obra es originaria del siglo XVIII, su trabajo sigue siendo totalmente relevante en la actualidad.

No pretendo tratar en esta entrada sobre toda la prolífica aportación al conocimiento de este gran maestro de la filosofía, sino que me voy a ceñir a una muy pequeña porción: la que constituye la base de toda su filosofía, y sus consecuencias más inmediatas.

Hume parte del hecho de que toda la realidad del hombre se relaciona con sus percepciones. De modo tal, que incluso podemos decir que todo ese conjunto de percepciones subjetivas son lo único que constituyen su realidad. Puede, por ejemplo; que haya algo parecido a una realidad objetiva independiente a mis subjetivas percepciones, pero dicha realidad, en cualquier caso, no está a mi alcance más que, precisamente, a través de alguna percepción mía. Es un hecho innegable: mi yo, mi mundo, y mi ser; lo constituyen un constante transcurrir de ideas que se me aparecen, y que son más o menos complejas, y más o menos vívidas. Mis percepciones son la realidad, y de nada más dispongo para conocer, a parte de ellas.

Y esto es así: todo lo experimentado a diario por mí; desde la puesta de Sol, hasta el libro de física cuántica que tengo en la mesita de noche, no es más que una serie continua de imágenes, sonidos, pensamientos, reflexiones y otras sensaciones que surgen ante mí. Si nos fijamos, todo son percepciones subjetivas que, aun siendo de distingo grado y categoría, comparten el hecho de que están todas sujetas a lo que constituye mi ser como sujeto. Este ordenador en el que tecleo ahora mismo, puede que sea algo más que una percepción personal mía, quizás sea un objeto independiente a mi propia percepción de él; pero NO tengo modo de saberlo con certeza, puesto que de lo único que yo dispongo para conocer, son precisamente mis diversas percepciones subjetivas: aun atendiendo a una larga reflexión científica, donde se me explique el origen evolutivo de mi cerebro, el cual es causante de mis percepciones de un mundo externo objetivo en el que el proceso evolutivo tuvo lugar; aun así, sigo sin disponer más que de una extensa serie de complejas percepciones relacionadas entre sí en mi imaginación. Se me enseñarán libros de biología, cuyo contenido un profesor me explicará, se me mostraran pruebas fósiles y multitud de otras evidencias experimentales, pero todo eso sigue sin NO ser más que nuevas percepciones que se aparecen ante mi ser subjetivo.

Es decir; que yo leo libros, veo fósiles, estudio una constatación morfológica y embriológica, escucho las teorías evolutivas del profesor, y más tarde, todo ese conjunto de percepciones subjetivas que yo he sentido y experimentado, da lugar a una nueva percepción que se me aparece en la forma de una idea compleja que dice: "yo debo ser un objeto evolutivo común más, dentro de una realidad objetiva externa a mis percepciones". Pero comprobamos en seguida, que lo único que ha ocurrido es que una gran serie de percepciones subjetivas mías, al relacionarse entre sí, han dado lugar a otra percepción...pero en ningún momento hemos dejado de percibir como sujeto. Como vemos, todo el proceso argumental por el que pretendo conocer el mundo, se basa  siempre en último término en percepciones subjetivas cuyo origen esencial desconozco.

Es sin duda algo pragmático el hecho de otorgar realidad objetiva a parte de todas nuestras percepciones subjetivas; nadie va a reprochar el acto de fe que supone creer que el contenido de nuestro percibir conforma una realidad externa a nuestra propia percepción...pero no hay justificación formal para tal acto.

La existencia de tales percepciones subjetivas son, de hecho, el único juicio del que puedo estar seguro de su certeza. ¿Cómo alcanza Hume esta conclusión? Veámoslo:

Impresiones e ideas.

Como hemos visto, el filósofo parte de la propuesta de que toda la realidad del hombre se relaciona con sus percepciones subjetivas, las cuales aparecen y se suceden continuamente, y cuya experiencia constante constituye la consciencia de la persona. Por otra parte, no todas las percepciones parecen ser exactamente iguales, cosa que lleva Hume a estudiar y catalogar al conjunto de percepciones subjetivas en dos grandes categorías diferenciadas: impresiones e ideas. En palabras del autor:

«Con el término impresión me refiero a nuestras más vívidas percepciones, cuando oímos, o vemos, o sentimos, o amamos, u odiamos, o deseamos. Y las impresiones se distinguen de las ideas, en que estas son impresiones menos vívidas de las que somos conscientes cuando reflexionamos sobre alguna de las sensaciones anteriormente mencionadas»

Es decir; que tras un minucioso examen, podemos diferenciar el conjunto de nuestras percepciones según sea su vivacidad y su claridad. Algunas percepciones martillean en la conciencia con fuerza, mientras que otras parecen vagas ensoñaciones. No posee, por ejemplo, la misma vivacidad la sensación de ver el ordenador en el que escribo, que cerrar los ojos y percibir ese mismo ordenador en la imaginación. A la primera percepción, por ser más vívida, se la denominará impresión, y  a la segunda, la llamaremos idea. Otra diferencia añadida entre las percepciones, la constituye su complejidad o simplicidad:

Ciertamente, hay impresiones más simples: como la impresión del color rojo de una manzana, la figura un poco redondeada de ésta, su sabor, su olor, etc.; y hay impresiones complejas: como es la percepción de la propia manzana como un todo dentro de un frutero en una habitación. Las impresiones complejas se pueden dividir en las impresiones simples que la constituyen: la impresión compleja que se nos aparece cuando miramos una manzana en un frutero, se divide en la impresión simple de figura, color, olor, etc. de la propia fruta.

La misma división entre simples y complejas ocurre con las ideas (percepciones menos vívidas). Cuando yo pienso (estando en la calle) en el anterior frutero de mi cocina, puedo igualmente dividir esa idea compleja (la de la fruta como un todo) en ideas simples: la idea de la figura de la fruta, la idea de su color, la idea de su olor y sabor, etc.

Es decir; que cuando pienso en el frutero (idea) y cuando veo el frutero (impresión), en mi conciencia aparecen percepciones idénticas en todo salvo en su vivacidad y claridad; dándose el caso de que siempre hay una impresión aparejada con cada idea y una idea aparejada a cada impresión. Las ideas pueden ser, entonces, copias de las impresiones, o quizás sean las impresiones copias de las ideas. En su estudio, Hume determina que la precedencia en nuestro percibir va siempre de las impresiones hacia las ideas, siendo por tanto nuestras ideas (percepciones vagas e imprecisas) copias de impresiones (percepciones vivaces y claras) previas. En palabras del autor:

«Una proposición que no parece admitir muchas disputas es que todas nuestras ideas no son nada excepto copias de nuestras impresiones, o, en otras palabras, que nos resulta imposible pensar en nada que no hayamos sentido con anterioridad, mediante nuestros sentidos externos o internos»

Si puedes, por lo tanto, hacerte la idea de un unicornio con alas volando por el cielo, es porque previamente has obtenido la impresión de caballo (has visto un caballo), la impresión de lo que es un cuerno, la impresión de lo que son alas, la impresión de animales con alas que vuelan (por ejemplo, al ver una gaviota), etc.; de modo que es la relación en la imaginación de todas esas impresiones previas las que hacen posible que puedas pensar sobre la idea compleja del unicornio. Si alguna de tales impresiones anteriores te faltase, la idea de unicornio tal y como la entendemos tradicionalmente no podría aparecer en tu percibir. Por otra parte, es evidente que una persona que de nacimiento sea incapaz de distinguir los colores (monocromatismo), no podrá jamás formarse la idea compleja de manzana roja en un frutero, puesto que la impresión simple de color rojo no está a su alcance sensible.

Recapitulando.

Mi conciencia, mi realidad y mi yo; es una constante sucesión de percepciones que se aparecen ante mí. Estas percepciones subjetivas, y su interrelación, son todo lo que tenemos a nuestro alcance para emitir juicios. Sin embargo, y esto es importante, nada podemos asegurar sobre el origen o esencia de tales percepciones (pese a la moderna neurociencia, como veremos más tarde en detalle).

También hemos dividido estas percepciones en cuatro categorías: las impresiones simples y complejas, que son percepciones sensibles muy vívidas y claras; y las ideas simples y complejas, que son copias tenues e imprecisas de las anteriores, y las cuales se aparecen en la imaginación.

Pues bien, a partir de toda esta base argumental, a la cual pocas pegas se pueden poner, podemos ya pasar a preguntarnos sobre nuestra capacidad de conocimiento. La cuestión es clara: si todo lo que tenemos a nuestro alcance para conocer la realidad son nuestras percepciones subjetivas, y si las ideas complejas que aparecen en nuestro imaginar son conjunciones e interrelaciones de multitud de impresiones previas, es evidente que el conocimiento debe provenir siempre de las impresiones sensibles primigenias, y la relación de las mismas entre sí y con otras ideas.

El problema de la causalidad.

Aparece enseguida el problema de la causalidad: el conocimiento (ideas complejas) hemos visto que depende de las impresiones y sus diversas relaciones, pero no tenemos modo de demostrar el origen o esencia de esas propias uniones entre impresiones e ideas. No es posible idear un argumento que justifique la relación, por ejemplo, de causa y efecto ente impresiones, porque no tenemos una impresión de tal conjunción, y debido a que toda idea se basa siempre en último término en impresiones sensibles: por lo tanto, al no existir una percepción directa de la relación de causalidad, no es posible justificar la propia idea de causa y efecto más allá del hábito subjetivo de experimentar continuamente que ciertas percepciones son normalmente seguidas por otras.

En realidad es muy sencillo: si introduces un bolígrafo en el cajón de una mesa y cierras el cajón, sin duda esperas que si vuelves a abrir el cajón enseguida, el bolígrafo seguirá ahí...pero no hay nada que justifique formalmente la certeza de tal suceso. Realmente sólo disponemos del recuerdo de innumerables impresiones que se han aparecido iguales una y otra vez, y donde no percibimos que las cosas desaparezcan por las buenas; pero en verdad no disponemos de una impresión que justifique que ese suceso siempre ocurrirá de ese modo: es decir; que NO tenemos modo de asegurar con certeza que las impresiones seguirán comportándose de ese modo en el futuro. Podemos ver que nuestra "seguridad" en que el bolígrafo seguirá estando ahí, es tan solo una creencia basada en el hábito de percibir constantemente que los objetos no se desvanecen por sí solos cuando se los deja de mirar un segundo, pero no podemos demostrar que se trata de un hecho objetivo y necesario. En palabras de Hume:

«No tenemos otra noción de causa y efecto, excepto que ciertos objetos siempre han coincidido, y que en sus apariciones pasadas se han mostrado inseparables. No podemos penetrar en la razón de la conjunción. Sólo observamos la cosa en sí misma, y siempre se da que la constante conjunción de los objetos adquiere la unión en la imaginación»

Aquí veo oportuno aclarar que, esta afirmación de Hume que nos dice que no podemos penetrar en la razón esencial de la conjunción, sigue siendo válida pese a toda la moderna biología y neurociencia. Y esto es así porque todas estas ciencias basan sus postulados en impresiones empíricas directas, y en la interrelación de las mismas (incluida la relación de causa y efecto); llegándose por tanto a un círculo vicioso donde se usa como premisa válida e injustificada, aquello mismo que se quiere demostrar. No es congruente partir de afirmaciones científicas que basan su fuerza explicativa precisamente en la propia (y aún injustificada) relación objetiva entre causa y efecto, para pretender justificar más tarde la propia relación de causa y efecto entre percepciones como algo objetivo y necesario. El argumento se vuelve circular.

Vamos a ver la dificultad de un modo más práctico:

La neurociencia y la teoría de la evolución vienen a decir que nuestras percepciones sensibles (impresiones), son causadas por órganos sensitivos fisiológicos (ojos, oídos, etc.) y que todas las ideas, e impresiones de reflexión, son causadas por el funcionamiento físico de otro órgano llamado cerebro. Esa supuesta fisiología sería en este sentido objetiva, siendo su funcionamiento la causa de nuestro yo subjetivo. Este mismo cerebro evolutivo sería el encargado también de dar forma objetiva a las conjunciones o relaciones entre nuestras percepciones. Todo parece atado y bien atado...pero se trata de una ilusión:

Como ya comentamos antes, sin duda yo puedo percibir mil impresiones empíricas de registros paleontológicos, pruebas embriológicas, genéticas, etc.; y puedo percibir imágenes de experimentos neuronales de mil formas distintas: electroencefalogramas, escáneres cerebrales, operaciones de cerebro en vivo, modificación de la conducta por la toma de medicamentos o drogas; se me pueden presentar millones de impresiones que más tarde parecen relacionarse para conformar una fuerte idea compleja que me dice que mi mente que percibe es sólo resultado de órganos evolutivos en funcionamiento físico...pero sigue siendo todo una creencia infundada. No puedo estar seguro con certeza de que realmente esa idea compleja mía sea objetiva y cierta, porque no puedo justificar, para empezar, una razón esencial tras la conjunción de mis percepciones sin hacer uso de la propia e injustificada relación entre percepciones que dan lugar a mis ideas complejas. Es decir; que la ciencia es producto de un salto de fe que otorga seguridad infinita (certeza), al hábito de percibir subjetivamente un número muy grande, pero finito, de casos favorables a un ideal propuesto. Este salto de fe científico, que no es más que una creencia muy contrastada empíricamente, no puede servir de base luego para justificar certeza en nada, mucho menos para demostrar fuera de toda duda cual es el origen o causa objetiva de nuestras percepciones.

Esto puede parecer un detalle de poca importancia, pero no lo es. Si yo no puedo pretender aprehender el origen o la razón esencial de mis percepciones, más que a través de mis propias percepciones, no tengo modo de asegurar un conocimiento objetivo y necesario del contenido de las mismas, por muy congruente y respaldado que esté mi argumento por percepciones previas. La idea compleja que conforma mi percepción subjetiva de la teoría de la evolución biológica, se respalda por la confrontación favorable de impresiones previas mías muy regulares y habituales, y por lo tanto, veo factible creer en ella como si fuese un hecho cierto y objetivo...¡pero no lo es!, debo ser consciente de que es una mera creencia mía basada en la relación de un gran número de impresiones sensibles previas (incluidas las percepciones sensibles que me muestran que muchas otras personas creen exactamente lo mismo). En ningún momento he salido, ni de hecho, puedo salir, de mi percibir subjetivo, por lo que nada puedo asegurar con certeza sobre el contenido de mis sucesivas y finitas percepciones, pese a basar mis creencias en el método científico y su inducción.

El problema es que necesitaría una metapercepción (una percepción directa del origen de mis percepciones) para poder asegurar con fundamento un conocimiento objetivo del contenido de mi percepción. Yo puedo creer en el origen evolutivo de un cerebro objetivo, el cual sea responsable de mi subjetiva percepción, pero no puedo justificar fuera de toda duda que esto sea realmente así; a pesar de todo el andamiaje experimental que se monte sobre habituales impresiones: todo puede apuntar en una dirección, pero la supuesta realidad objetiva no tiene por qué ir en esa dirección. Quizás todas mis percepciones sean fruto de las ensoñaciones del diablillo que proponía Descartes, el cual monta por capricho o diversión las impresiones del modo que le parezca (llevándonos deliberadamente a engaño). Si este fuera el caso; aunque todas mis impresiones apunten hacia un origen natural objetivo como causa de mis percepciones (un cerebro objetivo que generaría mi percibir como sujeto), la realidad no sería esa. El objeto causante de mi percibir subjetivo sería el Diablillo y su ensoñación, y mi línea argumental inductiva que me hacía creer con fuerza en un origen natural para mi percepción, sería un simple engaño preparado por ese diablejo trascendente.

Un ejemplo más actualizado de esta idea, es la propuesta de Matrix. Nuestras percepciones podrían tener como origen esencial la computación de un ordenador, el cual haría aparecer ante nosotros todas nuestras impresiones, que estarían así determinadas según el código fuente de la máquina trascendente, y no por un órgano natural objetivo (el cerebro). Esta hipótesis de Matrix (que es perfectamente válida), es un claro ejemplo de nuestra incapacidad para asegurar un conocimiento objetivo más allá de toda duda. Pese a la regularidad y la constancia en nuestras impresiones, sólo podemos formarnos creencias subjetivas más o menos fuertes del contenido de las mismas. Un conocimiento objetivo requeriría trascender nuestras propias percepciones sensibles (metapercepciones), para poder aprehender así el origen esencial de las mimas y de sus conjunciones; pero eso es imposible, puesto que ya hemos visto que lo único que tenemos para trabajar son precisamente estas percepciones subjetivas.

Kant al rescate.

Es un hecho de sobra conocido, que fue el empirismo de David Hume el que motivo la filosofía de Immanuel Kant. De hecho, toda la base de su filosofía la dedica precisamente a intentar solventar el problema anteriormente propuesto. Kant cree decididamente en la posibilidad de un conocimiento objetivo y certero en el hombre (del cual la ciencia sería claro ejemplo), y se propone, por lo tanto, la meta de solventar el problema que acabamos de describir en el punto anterior.

Si se pretende trascender el subjetivismo de nuestras impresiones sensibles y sus interrelaciones, hemos visto que se necesitamos algo más que percepciones con lo que trabajar, y ni corto ni perezoso, Kant se saca de la manga, a modo de premisa y sin justificación alguna, un nuevo tipo de percepciones que él denomina intuiciones puras, y que no son más que supuestas percepciones subjetivas, pero independientes de la experiencia (anteriores a ella: el famoso a priori). Luego afirma que estas supuestas percepciones subjetivas intuidas a priori tendrían también la capacidad para generar ideas complejas mediante distintos tipos de conjunciones (que Kant denomina categorías); pero dichas ideas complejas, al estar ahora basadas en supuestas impresiones independientes de la experiencia empírica subjetiva, ya sí que nos valdrían para justificar dichas ideas como algo más que meras creencias (esas intuiciones puras serían así las metapercepciones que precisamente vimos hacían falta para resolver el problema).

Así pues, todo el idealismo trascendental de Kant, que presuntamente parece capaz de trascender el subjetivismo de las impresiones, en realidad lo consigue sólo mediante un añadido ad hoc e injustificado de una especie de metapercepción (una percepción de supuesto origen independiente y anterior a las impresiones sensibles empíricas). El filósofo no se molesta en ningún momento en pretender explicar el origen y causa de tales metapercepciones, dejándolo todo en la obligada creencia de sus premisas. Por poner un pequeño ejemplo, Kant nos dice que la percepción de tiempo es una intuición pura a priori (y no sólo una idea basada en impresiones sensibles), siendo dicha intuición pura la responsable de justificar la universalidad y necesidad de las propuestas matemáticas. No se molesta en justificar por qué la percepción de tiempo tiene esa peculiaridad tan especial que propone, simplemente lo deja como premisa que debemos creer, si queremos que todo su andamiaje filosófico llegue a buen fin.

Evidentemente, esa no es forma de resolver el problema que saca a relucir Hume, y por lo tanto, no se puede decir que la filosofía de Kant consiga demostrar la trascendencia pretendida. Las intuiciones puras sirven únicamente como palancas con las que pretender justificar el acto inductivo, otorgando universalidad y necesidad a las ideas complejas que surgen de la experiencia sensible, ¡pero es todo pura triquiñuela lógica!

Escepticismo.

La filosofía de David Hume lleva, irremediablemente, al escepticismo más radical. No hay modo de trascender las impresiones, porque no disponemos nada más que de un conjunto regular de impresiones sensibles de las que ocuparse. Cuando alguien propone que nuestras impresiones surgen de la computación neuronal de un cerebro material objetivo, es algo que está muy bien como idea, y las impresiones sensibles apuntan de momento en esa dirección; pero no tenemos modo de trascender dicha propuesta más allá de la creencia; no hay manera de asegurar que ese juicio sobre nuestro origen mental, no sea otra cosa más que una creencia fruto del hábito de relacionar cientos de miles de impresiones regulares previas de origen esencial desconocido.

Existe una corriente religiosa que suele defender sus ideas contrarias a la experiencia, proponiendo que fue su Dios quien colocó premeditadamente las cosas tal y como son, para probar así la fe de su creación. En concreto, esta postura la toman algunos cristianos que defienden el creacionismo frente a la evolución, indicando que Dios colocó ahí todos esos restos fósiles y todas esas otras supuestas evidencias para engañarnos, y probar de ese modo nuestra fe ciega. Esta propuesta puede sonar poco creíble (y sin duda lo es), pero NADIE puede asegurar que sea falsa. No se puede justificar más allá de toda duda que la teoría de la evolución sea cierta, y que la postura del engaño divino sea falsa porque: ¿cómo justificar tal cosa si sólo disponemos de impresiones sensibles con las que trabajar? Para poder negar con fundamento la postura del engaño, tendríamos que conocer el origen esencial de nuestras impresiones, y hemos visto que eso es imposible.

Como corolario, podemos decir que el certero conocimiento objetivo es imposible, y que lo más que podemos hacer, es realizar un acto de fe inductivo a favor de aquellas creencias basadas en las ideas complejas con mayor apoyo empírico (las habitualmente mejor contrastadas por las impresiones sensibles), y las que más congruentemente se relacionen con nuestras percepciones subjetivas en general.

La ciencia como método descriptivo del hábito.

Las teorías científicas son, de lejos, las creencias más aceptadas hoy día por las personas. Esa facultad de aglutinar creyentes, se basa precisamente en el eficiente método utilizado para describir y comunicar aquellas impresiones que más regularmente parecen recibir constatación empírica. Y no sólo se trata de anotar regularidades, sino que la ciencia se encarga de hacer surgir también, de un modo muy eficaz mediante su método, aquellas ideas complejas que mejor y más lógicamente se relacionan con todas esas impresiones sensibles y con el resto de nuestras percepciones subjetivas en general.

La clave, sin embargo, se encuentra en calcular la fuerza o probabilidad de una creencia según sea el hábito empírico descrito. Es un instinto natural el que nos hace creer con más facilidad en aquello que vemos repetirse constantemente, otorgándole de un modo espontáneo, pero injustificado, a ese juicio más valor que a otro que no se repita tanto, que a veces no sea respaldado por le experiencia, o que ni siquiera haya sido observado. Sin embargo, la cuestión es que, tan posible es una idea compleja que parta del respaldo de impresiones que se han repetido un billón de veces, como una idea que a veces no sea respaldada, o que ni siquiera tiene base empírica. TODO son creencias, y el acto de otorgar mayor cercanía objetiva a algunas ideas subjetivas nuestras sobre otras, es un acto espontáneo natural basado en la injustificada fuerza de la inducción. Esa es la base del escepticismo de Hume.

Conclusión.

Vamos a concluir con una propuesta práctica que dé cuenta de todo lo expuesto:

Digamos que yo os cuento ahora la idea más ridícula que podamos imaginar. Por ejemplo, que cuando nadie observa, la luna es cuadrada. ¡Absurdo!, diréis. Sin duda, os digo yo, pero os reto a intentar justificar vuestra opinión en contra de mi afirmación sin hacer uso de la (injustificada) inducción. ¡No es posible! Todas nuestras ideas complejas se basan mayormente en relaciones de causa y efecto que no tienen más soporte que la injustificada inducción generalizadora del continuo (pero finito) hábito subjetivamente percibido:

Si me dices que la afirmación es falsa porque cada vez que miras la luna, o cada vez que se la fotografía o se la filma, no se la ve cuadrada, te estás basando en la constatación regular de numerosas impresiones contrarias a la afirmación pero, ¿quién te dice que llegado el momento no saldrá cuadrada en una de las fotos o en uno de los vistazos? No puedes demostrar que las impresiones sensibles serán siempre iguales en el futuro, ni que hayan sido siempre así en el pasado. El hecho de pretender una universalidad y necesidad a partir de un número finito de percepciones favorables, es precisamente el acto de fe inductivo natural que todos hacemos en cada momento, que hemos visto ya en muchas ocasiones que no dispone de justificación formal, y el cual da lugar a todas y cada una de nuestras creencias más profundas.

Es más, dado que la afirmación original que hemos hecho dice que la luna es cuadrada cuando NO se la observa, no es válido criticar su veracidad por el simple hecho de no disponerse de impresiones favorables que la avalen, puesto que la afirmación se basa en la premisa de que nadie observa la luna de ningún modo cuando es cuadrada. Se puede argumentar, por otra parte, con otros efectos colaterales que una luna cuadrada tendría sobre el resto de la realidad. Por ejemplo, los efectos gravitacionales serían evidentes aunque nadie mirase la luna si esta cambiase de forma, pero como NO se conoce la razón esencial tras la relación de causa y efecto, bien se podría realizar un añadido ad hoc, que afirme que aunque la luna cambie de forma, sus efectos gravitacionales no cambian o no son detectables. Puede sonar de nuevo ridículo, porque es habitual observar que un cambio de forma conlleva un cambio en el centro de masas, con el consiguiente cambio en el potencial gravitatorio, pero de nuevo eso es sólo una creencia avalada por millones de impresiones favorables: ¡no podemos asegurar que eso deba ser necesariamente así (la inducción no está justificada)! Nadie puede asegurar que esta regularidad empírica se mantendrá en el futuro, ni que deba haber sido siempre así en el pasado.

Por último, pero no menos importante, normalmente ante cuestiones de este tipo se suele argumentar que es el que afirma el que debe aportar la evidencia que sustente la idea propuesta. Yo evidentemente no tengo ahora mismo ninguna evidencia empírica a favor de que la luna pueda a veces ser cuadrada, pero ¡ojo!, eres tú el que también afirma indirectamente, al tachar mi propuesta como absurda, la afirmación contraria: la afirmación de que que la luna nunca es cuadrada ni siquiera cuando nadie la observa. Ante esta afirmación que haces, yo te pido la misma carga de pruebas que me has pedido tú ya antes a mí. Evidentemente, como ya hemos comentado, no vas a poder más que apoyar tu postura en una fuerte creencia basada en la injustificada inducción de hechos pasados y finitos. Nuestras posturas son, por tanto, equivalentes en todo salvo en el número finito de constataciones empíricas que les sirve de apoyo. En ese sentido, la creencia de que la luna no puede cambiar de forma a pesar de que nadie la mire, es una creencia más apta para el modo en que funciona naturalmente nuestro pensamiento, el cual tiende a creer en el proceso inductivo como un acto justificado (cuando no lo es), pero realmente, y siendo honestos, tan posible es cualquier postura o afirmación, como su contraria.

Es de notar, una vez más, que el hecho de otorgar una mayor probabilidad (o mayor credibilidad) a una idea según sea el número de regulares y habituales constataciones empíricas que la apoyen, es en sí un acto injustificado e instintivo. Todos actuamos así, pero no podemos justificar formalmente el porqué. Cualquier intento de justificar lógicamente por qué debe ser más creíble lo que se respalda empíricamente de un modo regular que aquello que tienen menor respaldo, terminará en un círculo vicioso que hará uso de prejuicios basados precisamente en lo que se quiere demostrar: ideas que se proponen como más creíbles por estar basadas en un acto de fe inductivo.

Ciertamente no es práctica, útil, ni aconsejable la duda escéptica tan radical a la que lleva irremediablemente el problema aún no resuelto al que nos llevó David Hume. La tecnología, por ejemplo; no habría avanzado si no hubiésemos tomado por norma la inducción como acto generador de certeza; pero tampoco creo que se deba despreciar e ignorar la cuestión como se suele hacer, más aún hoy día desde la ciencia. Está muy bien el hecho de anotar y describir regularidades, y también dejarse llevar por el acto natural de otorgar mayor valor a aquellos sucesos e ideas que se basan en experiencias que se repiten regularmente; pero no deberíamos perder de vista el hecho de que, por mucho que se repita una experiencia, las ideas que se puedan sacar de ella van a ser siempre una mera creencia; una creencia que estará más o menos respaldada empíricamente, pero que no deja de ser una creencia al fin y al cabo.

El hombre no podrá jamás alcanzar el más mínimo conocimiento certero libre de toda duda.


viernes, 12 de junio de 2015

Mis aforismos de andar por casa (II)


Os dejo a continuación algunos aforismos que he escrito personalmente. Se agradecen comentarios y/o críticas:

I
Piensa por un segundo en la inmensa eternidad anterior a tu nacimiento. Imagina ahora el tiempo infinito que excederá tu cercana muerte…¡son la misma cosa! La existencia es una estancia tan breve e intrascendente que apenas merece ser tenida en cuenta.

II
Energía: qué bonito eufemismo científico. ¿Qué es la energía a parte de una palabra? La energía debe conservarse dicen, pero no saben qué es eso que se conserva, y mucho menos por qué lo hace. Y se convierte en materia, por supuesto, pero; ¿qué es la materia sino otra palabreja disfrazada de objeto? 

III
Ya lo adelantó Jorge Manrique hace cinco siglos: "Nuestras vidas son los ríos \ que van a dar en la mar,\ que es el morir:\ allí van los señoríos,\ derechos a se acabar\ y consumir;\ allí los ríos caudales,\ allí los otros medianos\ y más chicos;\ y llegados, son iguales\ los que viven por sus manos\ y los ricos.". El destino de todo hombre ya nace escrito; vamos todos juntos a la deriva en un mar de lágrimas. Al final del camino nos espera la desembocadura que constituye la nada.

IV
Mira detenidamente tu cuerpo. Mira tus brazos y tus piernas; tu nariz y tus ojos, siente el latido de tu corazón y observa como bombea la sangre por tus venas: ¿sabes qué es todo eso que estás viendo? Una insignificante máquina.
 
V
¿Cómo es posible que no nos afecte la idea de ir a dormir, y sin embargo nos aterre el hecho de morir? Ambos actos son la misma cosa: el cese de la consciencia. La única diferencia es el tiempo que dura el reposo.
 
VI
Doctrina cristiana: "Dios lanza a sus hijos a un mundo inhóspito para poder observar y juzgar cómo se desenvuelven ante la desesperanza y el dolor. Al mismo tiempo, somete dicha creación a una veneración diaria, y los obliga a suplicar por una milagrosa actuación que les libere en parte del sufrimiento que Él mismo les provoca.". La biblia es el relato sádico más famoso de la historia.
 
VII
Imagina que de algún modo llegas a saber con seguridad que hoy será el día de tu muerte: aterrador, ¿verdad? La ansiedad y la angustia te paralizarían, y la pesadumbre sería demoledora. Imagina ahora que tu defunción será por contra el mes que viene: te sentirías un poco mejor, sin duda. Es un hecho que el hombre puede sobrellevar el fatal destino de la muerte debido a un inconsciente proceso que hace tender al infinito la supuesta hora de nuestra expiración: es el heurístico del optimismo evolutivo en su máxima expresión.


jueves, 4 de junio de 2015

La Voluntad del gusano

"No hay derecho ninguno ni a la existencia, ni al trabajo, ni a la felicidad: el destino del hombre no se distingue del destino del más vil gusano." (Friedrich Nietzsche. Aforismo 753 de Voluntad de Poder)

Esta mañana, arreglando un poco el jardín de mi casa me topé con un gusano de tierra. Lo arrastré descuidadamente con el cepillo varia veces, hasta que en un momento dado me llamó la atención  la vehemencia con la que se resistía a morir. Esa vehemencia puede no parecer tan sorprendente a primera vista, de hecho, es algo que se encuentra en cada uno de los seres vivos del planeta, incluidos todos los hombres.

Esa fue, de hecho, la observación que llevó a Schopenhauer a filosofar sobre la existencia de una Voluntad trascendente cuya representación reside en cada uno de los seres del mundo. De ese modo, esa vehemencia o ímpetu que observó en el gusano, sería algo así como el reflejo de una supuesta esencia trascendente y común a todos los seres vivos (y no vivos). Pero, bien argumentó el filósofo, esa Voluntad debía ser irracional, pura espontaneidad que no podía perseguir nada en concreto, salvo satisfacer un ciego deseo por ser y existir mediante diversas representaciones.

¿Por qué propuso el autor que esta hipotética esencia común era irracional? Pues por simple y llana observación. Ya fuera buscando en los hechos externos del mundo, o mediante la introspección en su propia persona, Schopenhauer no consiguió distinguir una finalidad racional para los actos naturales, más allá de una ciega  y vehemente lucha por el ser y por satisfacer los designios del ser. En el caso del hombre en concreto, es evidente que todos sabemos lo qué queremos, y también que todos luchamos sin dudar por eso que queremos, pero no sabemos por qué queremos lo que queremos, ni parece que haya ninguna finalidad racional esencial detrás de esos imperiosos deseos que necesitamos saciar.

No, concluyó Schopenhauer. Si finalmente todos los seres vivos poseen una Voluntad común de la que son reflejo en el mundo, dicho ente trascendente no podía ser racional, puesto que no observaba racionalidad alguna en los designios de nada en el mundo. Por mucho que observaba, sólo descubría una vehemente ansiedad por el ser y el existir, y esa debía ser, por tanto, la esencia de la Voluntad que nos engendraba: un puro acto de querer ser, por el hecho de ser.

Muchos podréis pensar que todo está muy bien, pero que sólo es aceptable para el filosofar del siglo XIX, época en la que no se conocía gran parte de los avances científicos del siglo XX; pero eso no es cierto. En realidad, la ciencia no ha avanzado un sólo paso en la resolución de la pregunta con la que abro esta entrada: ¿por qué el gusano de mi jardín se resistió con tanto furor a desaparecer de la existencia?

Respuesta desde la biología.

La propuesta de la moderna biología a esta pregunta es bastante subjetiva: el gusano lucha por perpetuar la especie (o sus genes, según sea la teoría particular tomada). El ímpetu que lanza a ese gusano a sobrevivir a toda costa, sería por tanto una especie de "deseo" por perpetuar su especie (o las instrucciones moleculares almacenadas en su ADN). Es decir, que ese vehemente "deseo" común observado en todos los seres vivos por ser y persistir, la biología lo achaca al común origen evolutivo de todos ellos. Si nos fijamos bien, lo que la biología ha logrado es naturalizar los hechos observados por Schopenhauer. Y aunque se podría pensar que se habría refutado así la filosofía del autor, no es ese el caso:

Cuando Schopenhauer escribe su obra, la teoría de la evolución no había aparecido (y aunque llegó a conocerla en vida, estaba ya en su senectud y no creo que la entendiera realmente); de ahí que atribuyera directamente a una Voluntad trascendente ese deseo irracional distinguible en todo ser vivo por el acto de ser. Tas los avances en biología, ese "deseo" común pasó a describirse en función de un origen evolutivo natural. Sin embargo, y aquí está la clave, ese origen evolutivo es un acto ciego e irracional, un proceso espontáneo y mecánico más, que no puede servir de respuesta última racional al porqué de toda esa vehemencia por el ser. La propuesta de Schopenhauer continua en pié, salvo que hay que añadir un paso intermedio más que el autor no llegó a describir. Schopenhauer supo descubrir la voluntad latente en todo fenómeno del mundo, pero es que también se puede identificar de este mismo modo al proceso evolutivo en sí mismo, que podría no ser más que un fenómeno más, clara representación de la esencia de una Voluntad en el mundo. Ya que esa compleja estructura material que constituía el gusano de mi jardín, y que se resistía con todas sus fuerzas a desintegrarse, según la moderna biología debía esa conducta a su origen evolutivo natural, proceso ciego y espontáneo que precisamente premia sin motivo con la existencia, a aquellas estructuras que se afanan con mayor fuerza y vehemencia en seguir persistiendo. Muy bien podría ser esta tendencia evolutiva la mayor y más clara representación de una esencia trascendente de similares atributos.

Sin embargo, aunque la biología se queda aquí, incapaz de decir nada más desde su ámbito de estudio; aún podemos indagar un poco más en el problema que estamos estudiando superando a la propia biología, y buscando las leyes físicas subyacentes a sus principios.

Respuesta desde la física.

Hasta ahora, hemos visto que la vehemencia con la que los seres vivos se afanan a la existencia se debe al origen evolutivo de todos ellos (todos nosotros). El proceso evolutivo favorece la existencia de aquellas estructuras que más y mejor luchan por la existencia; de modo que todo ser vivo debe compartir en su ser este ansia por permanecer, ya que todo ser vivo comparte el mismo origen natural. Este es el origen natural de la voluntad (en minúsculas) que Schopenhauer supo generalizar con acierto a todo ser (incluido el hombre), y que también supo prever con acierto como resultado de una causa común universal, ciega e irracional (como efectivamente es la evolución).

Ahora bien, ¿qué es ese proceso evolutivo? ¿qué lo causa, por qué ocurre y con qué intención? Desde la biología casi ni se plantean estas preguntas, siendo en la rama de la física donde intentan dar respuestas a estos interrogantes. Se postula desde la física, que la evolución es un proceso mecánico más, que involucra a la materia ordinaria y al intercambio de energía, y que por lo tanto, el conjunto de leyes naturales, junto con las teorías físicas, deberían poder dar respuesta sobre el origen y desarrollo evolutivo. La cuestión aún no está zanjada del todo, y el consenso en la comunidad científica es vago, sin embargo, sí que parece que hay cierta unanimidad en relacionar de un modo u otro el potencial o la posibilidad de que ocurran fenómenos evolutivos complejos en el mundo con las leyes termodinámicas. Serían pues estas leyes termodinámicas, junto con el resto de fenómenos que estas determinan, las que posibilitarían los fenómenos evolutivos, siendo causa última así del potencial de aparición de toda la complejidad del mundo originada en los diferentes procesos evolutivos (en otras palabras: si la termodinámica fuese de otro modo, no serían posible los procesos mecánicos evolutivos, y por lo tanto, no habría ningún tipo de complejidad en el universo).

Toda esta línea de pensamiento la inició Erwin Schrödinger, y ha sido revisada sucesivamente. Hace precisamente apenas un año se han producido avances significativos al respecto, habiendo siendo estas ideas extendidas y formalizadas por un físico del MIT: Jeremy England. También hay más científicos estudiando en este sentido, valga de ejemplo, el reputado bioquímico Nick Lane con su libro The Vital Question: Why is life the way it is?.

Sea como fuere, de un modo u otro, estas teorías físicas se centran en que la aparición de cualquier estructura compleja (muy ordenada) en un entorno local, debe estar relacionada con una alta eficiencia para consumir energía y disipar calor. Es decir, que un alto orden local, debe relacionarse con la aparición de un desorden de igual grado de magnitud en un sistema más general que incluya al anterior. Más concretamente, la probabilidad de que cierta estructura compleja (muy ordenada) aparezca en el mundo, aumenta en relación directa con la capacidad y eficiencia que dicha estructura tenga para consumir energía y disipar calor al entorno. Esta postura es lógica, y parte de la base de que la termodinámica dicta que en el mundo el desorden total siempre debe ir en aumento, ya que los fenómenos del mundo se suceden hacia las configuraciones con mayor cantidad de estados favorables o compatibles. Esto lo formalizó Ludwig Boltzmann, con la sencilla fórmula:

 (1)

donde Kb es una constante física, y el logaritmo representa el cociente entre el número de estados favorables de una configuración, entre el número de estados posibles del sistema. Por ejemplo; si suponemos que tiramos 100.000 monedas al aire, una configuración ordenada como sería la compuesta por todas las monedas cayendo de cara tiene pocos estados compatibles (de hecho sólo hay 1 estado compatible con dicha configuración, conteniendo el resto de estados posibles siempre alguna cruz), por lo tanto, es muy poco probable que el mundo, al tirar las monedas, vaya a parar a una configuración ordenada como la propuesta. Sin embargo, es muy factible que todo acabe en una de las muchas configuraciones donde el número de caras y cruces son casi las mismas. Te puedes preguntar, entonces, cómo es posible que en el mundo ocurran fenómenos astronómicamente más complejos que el anteriormente descrito con las caras. La respuesta es clara: los procesos evolutivos naturales se encargan de aumentar la probabilidad de estas configuraciones ordenadas. Imaginemos lo siguiente:

Vamos a volver a lanzar 100.000 monedas, pero ahora vamos a suponer que NO todas las monedas tienen el mismo valor (entrópico). Habrá monedas con valor 1, otras con valor 2, otras con valor 100, etc. Este símil viene a representar que algunas estructuras producen una cantidad de entropía distinta a otras en el proceso de su creación (al crearse una estructura, se invierte energía en el proceso; energía que se disipa en forma de calor, lo cual supone un determinado aumento de desorden global). Pues bien, la cuestión es que la probabilidad de un fenómeno complejo se calculará, no sólo a partir del orden que supone su estructura, sino también a partir de la cantidad de desorden que genere su creación y mantenimiento en el tiempo.

Por lo tanto, al lanzar un gran número de estas monedas, la probabilidad de que 100.000 salgan cara no vendrá calculada sólo por la fórmula de Ludwig Boltzmann (1), sino que habrá que ponderar el desorden generado por cada moneda individual junto con el orden total obtenido (técnicamente hablando, la fórmula (1) no aplica porque estamos tratando sistemas lejos del equilibrio térmico). De este modo, si el valor entrópico medio generado por el conjunto de monedas que caen cara supera cierto valor umbral, el universo favorecerá con la termodinámica la aparición de estas estructuras locales ordenadas, ya que suponen que el desorden neto conseguido es mayor (siempre que se disponga del tiempo suficiente para que la mejora en la probabilidad conseguida de este modo tenga tiempo de acontecer. Este hecho, ha sido formalizado recientemente por el ya citado físico, Jeremy England, mediante la siguiente ecuación:

 (2)

(A grosso modo, indicar que el lado izquierdo de esta ecuación simboliza la probabilidad de que una estructura compleja surja, y que en el lado derecho, el primer término es el equivalente de la fórmula clásica de Ludwig Boltzmann (1), mientras que los otros tres términos son las correcciones entrópicas para sistemas lejos del equilibrio térmico que he mencionado antes con el símil de las monedas con distinto valor).

Se puede decir en resumen, que lo que el Universo determina es que el desorden aumente en el tiempo continuamente, siendo indiferente el modo en que este aumento ocurra. Así, pequeñas agrupaciones locales ordenadas pueden ir surgiendo, siempre que se acompañe de un aumento de mayor magnitud en el desorden global (en la fórmula (2), esto quiere decir que un bajo valor del primer término de la derecha -alta complejidad-, puede ser probable en el tiempo siempre que los otros tres términos sumen un alto valor, de modo que el valor neto del lado derecho al completo sea alto y viable). De este modo, pequeñas variaciones estructurales que aumenten el orden local, pero que mejoren al mismo tiempo un mayor nivel en la capacidad de esta estructura para generar desorden global (generalmente mediante la realización de trabajo, con el consiguiente consumo de energía y disipación de calor al ambiente), se verán favorecidas por las leyes termodinámicas. Este es precisamente el premio probabilístico que favorece la existencia de fenómenos complejos en el mundo. Esta tendencia natural, es el ímpetu espontáneo y ciego que permite y causa cualquier proceso evolutivo, incluida la evolución biológica.

Respuesta desde la metafísica.

Ya sabemos, pues, qué es objetivamente el proceso evolutivo, qué lo causa y por qué se produce. Sin duda, creo que Schopenhauer, de haber vivido lúcido todos estos avances científicos, habría estado de acuerdo con esta interpretación de los hechos. Es más, Schopenhauer ya supo ver esta relación aparente que existe entre la voluntad (en minúsculas) de todo ser vivo, con el ímpetu o impulso que sufren los seres inertes en su devenir (al igual que hace la ciencia moderna, que no distingue a nivel físico diferencia alguna entre la composición y la dinámica básica entre un fenómeno vivo y otro inerte). Humanismo y ciencia se abrazan así de la mano, en lo que es una de las (creo) pocas excepciones históricas.

Pero ahora bien, aunque ya sabemos qué es objetivamente el proceso natural evolutivo, aún nos queda una cuestión fundamental: ¿Qué son esas leyes termodinámicas en sí? o, lo que es lo mismo: ¿qué hay detrás de esa tendencia o 
ímpetu natural que rige y determina regularmente todo fenómeno del mundo? ¿Existe alguna entelequia trascendente para este ser así? y en tal caso, ¿cuál podría ser su esencia?

Schopenhauer relaciona esta tendencia o ímpetu universal observado, con un ente desconocido e incognoscible en esencia, que transciende el mundo en que residimos. Un ente, al que denominó Voluntad (ahora sí, con mayúsculas), y del que sólo podemos entrever lo que inferimos de su representación en el mundo: el modo en que se comportan los fenómenos.

Mediante esta observación fenomenológica (incluyendo la introspección en su propio ser), el maestro de Daizing, no descubre más que dolor y lucha; una ferviente y vehemente lucha por satisfacer continuas e innumerables necesidades; pero, por otra parte, no descubre ningún fin racional concreto para tal frenesí. En palabras del propio autor:
"Querer es esencialmente sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor. Cuanto más elevado es el ser, más sufre... La vida del hombre no es más que una lucha por la existencia, con la certidumbre de resultar vencido. La vida es una cacería incesante, donde los seres, unas veces cazadores y otras cazados, se disputan las piltrafas de una horrible presa. Es una historia natural del dolor, que se resume así: querer sin motivo, sufrir siempre, luchar de continuo, y después morir... Y así sucesivamente por los siglos, de los siglos hasta que nuestro planeta se haga trizas."  (Parerga y Paralipómena).
Sin duda el mundo es tal y como lo describe este autor: los hombres criamos ganado que devoran vegetales; ganado que luego devoramos nosotros. Más tarde las bacterias y parásitos devoran a los hombres (cuando no son los propios hombres quienes se devoran entre sí), y ciertos hongos devoran a las bacterias, etc. y así por los siglos de los siglos, mientras la Tierra aguante. Todo sin un motivo racional aparente, simplemente por una terca necesidad o voluntad de ser y existir.

A partir de esta reflexión, Schopenhauer deduce que ese ente trascendente del que el mundo es su representación (la Voluntad), debe ser igualmente una entidad ciega e irracional, cuyo único propósito es ser y existir de todas las formas imaginables, pero para nada en concreto, para nada más allá que el hecho de satisfacer la pura necesidad del ser por el ser. A parte de esto (como buen seguidor de Immanuel Kant), el filósofo reconoce que poco más se puede intuir de este ente trascendente.

Por otra parte, los científicos normalmente renuncian a dar respuesta a esta fundamental cuestión a la que hemos llegado: ¿Qué son esas leyes termodinámicas en sí? Porque si el origen último de la vehemencia observada por la existencia reside finalmente en estas leyes de la dinámica, ¿por qué sigue el mundo precisamente estas leyes? Normalmente la ciencia, ante tales cuestiones, se afana en tomar la postura del principio antrópico: si el mundo siguiese otras leyes, no podríamos estar nosotros aquí preguntándonos por qué esas leyes son como son: fuente de un ímpetu existencial. Por lo tanto, las leyes impelen necesidad de ser porque de otro modo no habría seres que observasen esa necesidad de ser. Un círculo vicioso que en el fondo no dice nada del asunto: ¡ya sabemos que las leyes determinan finalmente una necesidad por el ser, y que si las leyes no fuesen tales que determinasen necesidad de ser no habría seres con dicha necesidad de ser! ¡pero es que eso no me explica por qué las leyes determinan la necesidad de ser! sólo me dicen lo evidente, que si no fuesen así no habría tal necesidad. La ciencia parece realmente incapaz de dar cuenta de este problema.

Y no es que se escatimen esfuerzos en intentar responder. En un intento por reforzar la postura del principio antrópico, se especula hace tiempo con la idea del multiverso. No habría un mundo, sino muchos más universos a parte del nuestro. En algunos, las leyes son tales que aparecen seres complejos con una necesidad vehemente por el ser, y en otros no ocurrirían tales fenómenos. Las leyes de nuestro mundo serían así un subconjunto del conjunto de leyes potencialmente posibles en el multiverso. Muy bien pero, ¿qué son ese conjunto de leyes posibles para los universos burbuja? ¿por qué es el multiverso tal que permite que ciertos mundos hijos den lugar a fenómenos que vehementemente y sin motivo razonable se afanen por seguir siendo? Bien podría no haber habido nada, o podría haber habido un multiverso incapaz de albergar complejidad en ninguno de sus hijos. Pero no es ese el caso, y no explican por qué las cosas son como son en lugar de ser de otro modo: en realidad no explican nada.

Otra corriente cosmológica (liderada tradicionalmente por Roger Penrose), postula la eternidad de un único Universo (el nuestro), el cual sufre de diferentes ciclos o eónes, cada uno con una seria de leyes diferentes e independientes. Las leyes concretas de algunos eónes serían tales que permiten la aparición de seres afanados por permanecer en la existencia sin ninguna finalidad esencial, mientras que en otros eónes no sucederán tales fenómenos. De acuerdo pero, ¿qué son en sí ese conjunto de leyes posibles para los distintos eónes? ¿por qué son ese eterno Universo y sus potenciales leyes tales que permiten que ciertos eónes den lugar a fenómenos que vehementemente y sin motivo razonable se afanan por seguir existiendo? En resumidas cuentas: ¿por qué este eterno Universo es como es lugar de ser de otro modo (o simplemente no ser). Tampoco lo explican. La ciencia se atasca, aún cuando hace filosofía disfrazada.

Luego tenemos las diversas propuestas de la (sin)razón pura intentando salir al rescate...y no haciendo más que el ridículo (en mi opinión). Hablo, por supuesto, de las diversas propuestas teológicas (casi siempre, por no decir siempre, a las órdenes de la "Verdad" revelada de turno). El Papa Juan Pablo II (el Santo), para no ir más lejos, aceptó la evolución y teoría del Big Bang como hechos, aún cuando seguramente no supiera lo que es un logaritmo, y cuando el propio Big Bang es aún una propuesta lejos de haber sido realmente corroborada ni aceptada por toda la comunidad científica (hay alternativas, como la arriba descrita de los eternos ciclos, que cuadran mejor con algunos hechos empíricos aún no integrados en ninguna teoría física: como, por ejemplo, la energía oscura). Pero bueno, la cuestión es que ciertos teólogos (en realidad, los más honestos) se rinden a la evidencia experimental, y aceptan todo lo que la ciencia dice, hasta llegar justo al punto en que nos hemos preguntado arriba sobre el porqué de la propia física. Ahí sacan pecho, y únicamente desde la razón pura, especulan con lo que les conviene:

No se molestan, por lo tanto, como hiciera Schopenhauer, en pretender inferir una posible trascendencia a partir de los hechos empíricos del mundo, sino que se inventan literalmente lo que sus sentimientos les piden: si sufren y sienten dolor; y si además son conscientes del sinsentido de esa lucha insoslayable por el mero ser, ellos sienten y desean que un Padre celestial les consuele y les gratifique con otra vida mejor. Por lo tanto, la hipotética transcendencia que proponen va a consistir precisamente en todo lo que necesitan: un humanizado amor y comprensión a raudales. Proponen el consuelo que les falta, y la justicia que no observan. En palabras de Sigmund Freud:
"Sería muy simpático que existiera Dios, que hubiese creado el mundo y fuese una benevolente providencia; que existieran un orden moral en el universo y una vida futura; pero es un hecho muy sorprendente el que todo esto sea exactamente lo que nosotros nos sentimos obligados a desear que exista."
Ante la realidad pésima del mundo, ellos hacen los malabares necesarios para sacar consuelo del destino más cruel imaginable. Un paradójico pataleo existencial, claro signo de la debilidad y de dolor.

¿Entonces qué?

Pues, siendo realistas, e intentando ser congruentes con los hechos, tenemos cuatro vías lógicas que seguir para responder sobre la causa última de la terquedad por el ser. Dejando de lado otras propuestas de fantasía; ideadas a imagen y semejanza de las necesidades humanas, y de su necesitado consuelo, probablemente sean pues cuatro, los grupos explicativos que englobarían toda posibilidad para la pregunta que inició este artículo: el hecho de la vehemencia con la que el gusano de mi jardín luchaba por su existencia. Estos grupos son:

1º) Existe un ente trascendente, pero es un ser irracional y ciego de sentidos, el cual espontáneamente dio lugar a este mundo esencialmente sinsentido que vemos. Ese trascendente e irracional deseo simplemente por el ser, sería representación en nuestro mundo de la vehemencia existencial de los fenómenos aparecidos gracias al proceso evolutivo. Esta postura es la tomada por Schopenhauer, por ejemplo, con su Voluntad.

2º) Existe un ente trascendente, y es un ser racional, que por algún motivo oculto dio lugar a un mundo como el nuestro, pero siendo indiferente al destino de los fenómenos del mismo. Esta postura, por ejemplo, es la tomada por Mainländer con su Dios redentor. Según Philipp Mainländer, Dios fue un ente trascendente racional, cuyo deseo por dejar de ser, lo llevaron a autoaniquilarse en un intento por dejar su eterna existencia: La historia universal sería así la oscura agonía de esos fragmentos que se irán apagando conforme la segunda ley de la termodinámica haga su trabajo (¡que bien cuadra su postura con la teoría física que habla de la muerte térmica del universo!). Otra hipótesis de este grupo, podría ser la de que un ente (o entes) trascendentes, han creado nuestro mundo con algún propósito instrumental: quizás nuestro Universo sea sólo una enorme máquina que suple de energía térmica una realidad externa superior: ¿por qué no? También tiene cabida aquí la teoría de Matrix, donde todo nuestro Universo podría no ser más que producto de la computación de un ordenador trascendental. En este caso, es el ente trascendental que crea ese computador el ser racional de oscuras intenciones.

3º) No existe nada trascendente. Lo que hay son sólo un conjunto potencial de leyes (las del multiverso, por ejemplo), que son y siempre han sido como son, y las cuales dan lugar a todo tipo de fenómenos, incluida la vida (panteísmo). No hay razón ni motivo más allá, todo simplemente es como es. Aquí caben las propuestas cosmológicas del Big Bang y de los eternos ciclos, por ejemplo. Las cosas son como son, y nada externo a la realidad influye para nada en la propia realidad. Por otro lado, las leyes son procesos espontáneos e irracionales, por lo que los fenómenos que constituyen no pueden poseer, en esencia, ningún sentido o finalidad: es decir; que también los fenómenos del mundo son simplemente como son, sin ningún motivo ni destino concreto más allá del ser por el ser. La historia del dolor y el sufrimiento observado, del fervor por persistir, caen por tanto en el absurdo saco del ser así porque así debe ser y punto.

4º) La pregunta por la causa esencial sobre por qué el gusano de mi jardín luchaba por su existencia, es incognoscible. Habrá o no habrá respuesta más allá de la física, pero tal respuesta no es abarcable por la razón humana. Esta postura, lleva al paradójico sentimiento de que un ser racional consciente, no es capaz al mismo tiempo, de dar una respuesta desde la razón a la causa de su propio ser y su cruel destino. El hombre así, ante la búsqueda de una razón para el desconsuelo de su sino, se encuentra limitado al sinsentido. Esta situación, se transforma finalmente en un sentimiento de absurdo por el mundo y la existencia en sí. Un proceder argumental similar (usando también en parte las conclusiones del punto 3º), fue el que guió, por ejemplo, a Albert Camus, a su filosofía del absurdo.


Conclusión.

Si eres del tipo de persona fuertemente optimista por naturaleza, que filosofa sobre lo bonita que (también) es (en parte) la vida, leyendo un libro al sol en la barra de un bar, mientras te comes una hamburguesa con un refresco en la mano; pues quizás todo lo dicho en el punto anterior no te parezca de tanta importancia. Sin embargo, si eres alguien consciente y realista, que empatiza con los miles de millones de personas que no tienen tanta suerte y que literalmente mueren a diario de hambre, de sed, o con las entrañas comidas literalmente por parásitos, si sientes el dolor de todas esas personas que viven y sufren enfermas o con un miedo constante a que la simple picadura de un mosquito pueda contagiar de malaria a su hijo, entonces lo anteriormente dicho ya toma otro cariz: porque, siendo honestos, todos deberíamos cuestionarnos profundamente el sentido de tanta lucha, dolor y sufrimiento.

Pues bien, si la postura del primer o del tercer grupo son ciertas (no hay trascendencia o, sí la hay, es un ente irracional), la realidad en un sentido antrópico sería totalmente pésima, ya que no habría ningún sentido o finalidad para toda la lucha y el dolor observado en el mundo; y no sólo a nivel natural (cosa que desde Darwin ya más o menos todos aceptan), sino también a nivel supranatural. El sufrimiento sería algo no motivado e injustificado; y la vehemencia con la que hacemos frente a la existencia, sería precisamente mera consecuencia de lo que somos y del modo en que somos: seres que luchan y sufren por el simple hecho de ser y seguir siendo (y con la certidumbre de resultar vencidos, como diría Schopenhauer). Ciertamente, sólo un enfermizo e irracional optimismo programado evolutivamente en nuestro cerebro (léase al respecto, el estudio de la científica Tali Sharot), puede hacer a una persona no ver estos hechos como síntomas de una pésima realidad para el mundo.

Peor es la situación, sin duda; si finalmente hay una trascendencia y esta consiste en ser un ente racional. Es decir; que detrás de todo este pariré observado haya una intención. Si esto es así, es de perogrullo que tal racionalidad no puede más que esconder un oscuro sadismo, o una indiferencia instrumental para con algún fin concreto (algo similar a como en occidente nos aprovechamos del tercer mundo para mejorar nuestras vidas, ignorando su sufrimiento por conveniencia). Y no cabe en cabeza que dicha racionalidad sea un poderoso y preocupado creador, y que al mismo tiempo permanezca sentado en una silla mientras un niño muere, por ejemplo; de cáncer cerebral. Es ridículo e incongruente; y la postura de achacar esta incongruencia al "misterio", me parece un chiste de muy mal gusto, Sinceramente, espero que no sea el caso de que alguna racionalidad se esconda tras el mundo ya que, por mi parte, no recibiría más que odio y desprecio por su actitud, sea cual sea el motivo que lo empujara a crear el universo (porque, repito, no soy capaz de imaginar un motivo, por muy oculto o misterioso que se pretenda, capaz de justificar un acto de sadismo tal).

Si, finalmente, se da el caso de que haya algo parecido a una trascendencia, pero cuya realidad escape de la capacidad racional humana de comprensión, tampoco veo mucho mejor el asunto. Cualquier "motivo" o "causa" que escape de la inteligencia humana, no puede estar relaciona directamente con la vida humana. Es decir; que si el hecho trascendente que da lugar a este mundo no es abarcable por nuestra mente, es muy probable que dicho motivo no esté relacionado con nuestro ser concreto, y que, por lo tanto, sea indiferente a él. En tal caso, lo dicho antes respecto del primer o tercer grupo aplica de nuevo o, como poco, aplica la filosofía del absurdo de Albert Camus: el hecho de no poder dar respuesta desde la razón humana a la causa última de nuestro propio fatal destino, y terminando la búsqueda por la razón de nuestro sino limitada al sinsentido, es lógico llegar a un sentimiento de absurdo por el mundo y por la existencia en sí mismas.

El optimismo es pues, sólo una ilusión evolutivamente estable. Cuando estudiamos de un modo objetivo el destino del gusano humano, no queda lugar más que para la pésima constatación de nuestra situación en la realidad.

Un saludo a todos.